Delirio en un ascensor
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Delirio en un ascensor
Delirio en un ascensor
Las puertas se cerraron, automáticas y silenciosas, y, como siempre, su corazón comenzó a latir, desbocado, frenético, temeroso de horrores jamás imaginados.
Lentamente, como cada día, la cabina comenzó su eterno descenso, mientras la frente se le perlaba de sudor y las manos, con las palmas apoyadas contras las metálicas paredes del diminuto cubículo, le temblaban.
Los familiares chasquidos, secos, metálicos y acompasados, rebotaron, despiadados e implacables, contra las paredes de su febril cráneo, mientras el ascensor continuaba con su imparable descenso y su mente vagaba por oscuras y perdidas regiones de tenebrosos horrores enmarcados en un demencial fuego negro.
Cada mañana, antes de entrar en la infernal cabina, se repetía que no tenía nada que temer, que era una simple máquina, pero invariablemente, todos los días, cuando las puertas se cerraban, con su pausada tranquilidad, encerrándolo en una camarilla donde su imagen horrorizada le era devuelta hasta el infinito por dos espejos colocados, en las paredes laterales, uno frente al otro, un inenarrable, vergonzoso e inconfesable terror, se apoderaba de él. El corazón se le aceleraba y los segundos le parecían horas, mientras que los minutos se alargaban imposiblemente hasta convertirse en una desesperante eternidad.
Más cada mañana, sereno y seguro, el ascensor lo depositaba sano y salvo en la planta baja, y las puertas de su imaginario ataúd se abrían mostrando un ansiado mundo de luz y libertad.
Salía apresuradamente y con la respiración entrecortada, jadeando y sudando profusamente, con las facciones desencajas por un terrible miedo cerval y el horror prendido en su mirada; se dirigía al trabajo agradeciendo a su Clemente Señora, a la Diosa del Amor, su bondad al permitirle atravesar, un día más, ese temido umbral que marcaba el fin de su locura.
Pero, cada día, aun sabiendo el demencial frenesí de apocalíptico terror que le aguarda en la cámara, volvía, impulsado por una morboso deseo inexplicable, volvía a presionar el botón que, con un rugido, hacía girar las ruedas de su destino portando hasta él a su más temido enemigo.
Esa mañana no fue diferente a las demás. Se levantó a las ocho como hacia siempre y, como cada día, se lavó y se vistió, mientras preparaba café. A las ocho y media ya había desayunado y estaba dispuesto a enfrentar los terrores que le aguardaban a lo largo del día.
Respiro profundamente, relajándose, varias veces, antes de abrir la puerta y mirar, directamente, el objeto de todos sus terrores; al fin, cuando alcanzó el estado mental necesario, con la rapidez que da la practica diaria, abrió la puerta y lo vio ante él, terrible e imponente, aterrador, como cada día... aunque quizá la puerta hoy fuera un poco más grande y malévola, aunque tal vez esta mañana, la juguetona luz eléctrica, dibujarla sombras más profundas y oscuras sobre la metálica e hiriente superficie....
Comenzó a sudar mientras las manos arrancaban con su rutinario baile. Como siempre le ocurría, su faz palideció, mientras sus facciones se desfiguraban; las fuerzas le fallaron y cada paso dado era una tortura. Aun así, con la mandíbula apretada en señal de determinación, logró atravesar el infinito rellano y llegar hasta la terrible puerta. Notó las axilas empapadas de sudor mientras elevaba un tembloroso dedo que se dirigió al maligno ojo carmesí en el que unos extraños símbolos que rezaban: "llamar" parecían reírse de él. Lo presionó, tratando de aplastarlo, y, un rugido magnificado, un murmullo más aterrador de lo que nunca escuchara, se elevó de las entrañas del oscuro agujero en el que descansaba la máquina.
Las piernas comenzaron a temblarle, pues nunca, en toda su vida, había escuchado un ruido tan aterrador: Era como un terrible pandemónium, de voces entremezcladas, del que surgían imposibles alaridos de dolor mezclados con aberrantes carcajadas de demencial alegría.
La visión se le nublo debido al terror que enbargaba su ser y, por un segundo, pensó que iba a vomitar el café. Al fin, con un supremo esfuerzo, se controló; pero cuando una luz roja se perfiló en el alargado ventanuco de la metálica puerta, al acercarse el demencial elevador, su auto-control se disipó y todo el inenarrable horror que sentía le surgió por la boca en forma de abrasador liquido.
Vomitó, por primera vez desde sus tiempos de juventud cuando el alcohol corriera despiadado por sus venas, en una pequeña maceta que había a su izquierda; las verdes hojas se empaparon del abrasador liquido que quedó goteando de ellas y del raquítico tronco, formando un pequeño charco en la negra tierra.
Escupió un par de veces mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, tratando de apartar el horrible sabor de su boca, pero el amargo, aborreciblemente amargo, sabor del vomito permaneció en su paladar, por lo que encendió un cigarro para paliar en lo posible el horrible sabor y para, en la medida en que pudiera conseguirlo, tranquilizarse un poco.
Cuando volvió a mirar la metálica puerta, con el ascensor esperando, ávido, tras de ella, la luz carmesí que al principio lo impresionara tanto había desaparecido. Pero eso no importaba, por que él sabía, con toda certeza, que la luz, antes, había estado allí, y que podía volver en cualquier momento.
Quizá por eso los dientes le castañeaban levantando ominosos ecos en el desierto rellano, y quizá también por eso le costaba llevarse el cigarro a los labios, debido al exagerado temblor que dominaba sus manos.
Se fumó el cigarro rápidamente, con avidez, dando grandes e intensas caladas y quemandolo, tratando de paliar el amargo sabor de la bilis; al final, con una aborrecible mezcolanza de sabores en su paladar, tiró el cigarro que fue a caer justo el charco de vomitó apagándose con un siseo.
Llevó la mano al frió tirador y respiró profundamente, tratando de apaciguar su febril mente mientras dantescas imágenes teñidas de un intenso color carmesí atormentaban su imaginación.
La puerta se abrió con un chirrido y él entró con paso vacilante, temeroso de los delirios que pudieran aguardarle dentro de la infernal máquina. Nuevamente respiró profundamente, tratando, sin conseguirlo, de controlar los jadeos que lo dominaban. Cuando estuvo, minimamente, más relajado, se giró y miró el panel de botones: A, 6, 5, 4, 3, 2, 1, PB, uno debajo del otro, en vertical, formando una terrible cuenta atrás, una demencial cadena que lo podría conducir a cualquier oscura sima plagada de olvidados horrores. Los miró y se sintió desfallecer, pues, de alguna forma, los botones lo estaban desafiando, se estaban riendo de él, de su miedo y sus espasmos, del temblor de sus manos y el castañeo de sus dientes...
Maldita máquina.
Con un supremo esfuerzo levantó la mano y presionó el ultimo botón, el de PB, que bien podía significar Planta Baja o quizá Planeta de Belial. El botón parpadeó y quedó iluminado con una luz rojiza que se clavaba en su cerebro, mientras que con un chasquido seco, seguido de un rugido, se ponían en marcha los engranajes, impulsados por mil demonios, de la infernal máquina que, lentamente, con la seguridad del que conoce su destino, comenzó a descender a profundas e inimaginadas regiones.
Como hacía siempre, apoyó las manos en la metálica pared, tratando de combatir la desesperante sensación de irrealidad que siempre se apoderaba de él en esos instantes, buscando un frio asidero físico en un oscuro tunel que iba pasando ante sus ojos, plagado de ocultos terrores, hacia abajo, siempre hacía abajo.
Miles de ruidos estallaban sin compasión, introduciéndose en sus oídos, extrañamente sensibles, y alarmando su hiper-excitable, febril y enfermo, cerebro. Ruidos de ominosas cadenas transportadas por espantosos seres invisibles, chasquidos y rugidos, golpes y arañazos y, de fondo, un terrible, rugiente y amenazador, murmullo, que aumentaba de volumen a medida que el ascensor se iba aproximando a regiones más profundas.
Darlen, el tembloroso ser que permanecía acurrucado contra las metálicas paredes del diminuto cubículo, mientras su distorsionada faz se reflejaba hasta la eternidad en dos espejos puestos uno frente al otro, vivia en el ático, por lo que cada día recorría de principio a fin el terrible y oscuro hueco en el que se ocultaban quien sabe que clase de abominables horrores.
Un estridente ding, seguido de un chasquido, se hacía oir por encima del rugido de la máquina y del resto de demenciales sonidos, introduciéndose en su mente e indicándole que estaban un piso más abajo, un poco más cerca del ansiado y temido final del negro túnel. Él los contaba, uno a uno, sabiendo que no escucharía el próximo, con la total certeza de que lo próximo que oirían sus temerosas cavidades auditivas sería el terrible estruendo de una cálaverica señora acompañada de un manto de oscuridad; pero siempre, después de la sexta planta venia la quinta, con su horripilante y maravilloso ding y su chasquido inmediato, y después de esta invariablemente venia la cuarta, anunciada por el mismo terrible sonido y esperada con un indefinible e inexpresable horror, y así, cada día, todos los días, llegaba, tembloroso, acurrucado, soportando un océano de terrores insondables, a la temida planta baja, suponiendo, casi esperando, que esta vez las puertas automáticas no se abrirían, que hoy era el día de la venganza del infernal elevador y que lo pensaba dejar, encerrado y rodeado de oscuridad, solo y tembloroso, hambriento y desesperado, hasta que su piel se tensara sobre sus huesos descarnados y todo rastro de pensamiento hubiera desaparecido de su cerebro, encerrado, emparedado en vida tras cuatro frías paredes que ahogarían, inclementes, sus gritos de terror y angustia.
Pero llegados a este punto las puertas siempre se abrían, y él salia, a trompicones, con la respiración contenida en unos pulmones a punto de estallar y una demencial, imposible y aterradora, mirada prendida de sus ojos.
Ding.
Cha-chak.
El ascensor llegó a la cuarta planta y el terrible murmullo, casi rugido, de los motores pareció aumentar un punto, ruidos de cadenas parecían arrastrarse sobre su cabeza y bajo sus pies, mientras que esporádicos golpes sordos iban resonando en su cerebro y el ascensor continuaba su imparable marcha, con su pasajero acurrucado y tembloroso, sudoroso y atemorizado, entre sus demenciales paredes.
De repente pareció escucharse un terrible y desazonador chirrido y Darlen gritó de espanto mientras se cubría las manos con la cara. El ascensor tembló y se balanceó peligrosamente; por un momento, en el paroxismo de su terror, pensó que iban a caer y se vio a sí mismo en el suelo, quebrado por cien mil kilos de metal y cadenas contra el terrible muelle del fondo, en una posición antinatural, agonizante y abandonado, moribundo y con la única compañía de su inimaginable asesino.
Pero el ascensor se detuvo de golpe y él cayó al suelo, desequilibrado por la inercia, aplastándose la nariz entre sus manos, apretadas contra su cara a causa del terror que lo consumia, y el suelo.
Cuando abrió los ojos, sintiendo la cálida y espesa sangre correr por sus manos, un silencio, como el que podría habitar en un cementerio, total y absoluto, jamás roto por más nímia vibración, se había apoderado del diminuto cubículo, en el que ahora reinaba las más absoluta y desazonadora de las oscuridades.
Por un segundo pensó que estaba muerto, pero entonces un Ding, aterrador y chirriante, rompió el silencio y con él la cordura de Darlen, ya que no estaba muerto, sinó que tenía que haberse vuelto loco, puesto que el ascensor (estaba absolutamente seguro de eso) no se había movido del lugar: no se oia ningún ruido de motores ni se percibia el más leve movimiento.
Ding
Rápidamente, casi sin dejarle tiempo a pensar, un segundo – y mucho más terrorífico que el primero- Ding rompió el imposible silencio. Darlen ahora sin lugar a dudas-
Ding
El tercero llegó más rápido, maligno y chirriante, que sus predecesores, y enseguida fue seguido por un cuarto, infinitamente más terrible, y un quinto, el sumum del terror, y un sexto, paroxismo de locura, y un séptimo, delirio y espasmos sin control, y así, hasta que la velocidad con que se sucedían hizo que parecieran uno solo; un único DING infinito, eterno cómo la muerte misma, emitido por el mismo diablo, que lo transportó desde la más terrible de las locuras hasta el abominable mundo donde incluso las locuras son meras fantasías, el mundo de la oscuridad y el absoluto vacío, el mundo de la nada eterna.
Entonces un atronador siseo rugió en sus oídos, el ascensor se paró de golpe (¡pero sino se había movido!) y Darlen quedo chafado contra el suelo, con los brazos estirados como si estuviera en un atraco y las piernas abiertas.
Quedó estirado, aterrorizado, débil y sin fuerzas, contra el frio y rugoso (¿¡acaso era de piedra el suelo!?) suelo de la diminuta estancia. El eterno ding había desaparecido, el siseo iba perdiendo intensidad y por encima de él se escucho un chasquido y un ruido como el que produciría una enorme pared de piedra, arrastrándose lateralmente por el suelo, franqueando una puerta oculta hasta ese instante.
Darlen se levantó con esfuerzo, dolorido y sin saber que era lo que estaba pasando, pensando que se había vuelto completamente loco (ya que pensar otra cosa sería una locura), y se cubrió la cara con las manos, ahogando los sollozos que pugnaban por transportarle a un estado de histeria absoluta. Al fin, con mucho esfuerzo, logró dominarse, respiró profundamente –cómo tantas otras veces – y abrió los ojos.
Lo que vio en esos instantes fue lo que lo indujo, irreversible mente, a un estado de total, completo aislamiento de todo dialogo con cualquier ser humano; lo transportó a un irreversible estado de autismo total, en un mundo donde el silencio brillaba por sobre todas las otras cosas. Solo mediante la hipnosis regresiva he podido – tras mucho esfuerzo – lograr que el paciente se comunicara conmigo; al final, esta historia –confusa y plagada de terrores (y seguramente también de errores)– es lo que he logrado que me contara. Pero, lo más terrible, lo más aterrador de todo, es lo que aun no he contado, lo que me dispongo a relatar les en las pocas lineas que restan de informe. Esto fue lo que me contó:
Cuando abrí los ojos, la oscuridad reinaba en toda la estancia (que ahora era de piedra) pero delante mio se abría una puerta, tras la que se vislumbraba, a través de unos blanquecinos jirones de humo que emergían de las paredes exteriores del cubículo y sobretodo del fondo de este, un mundo orlado de llamas, plagado de sombras danzarinas. Supe que la noche eterna era la que reinaba en ese mundo y escuché los gritos aterrorizados, cargados de dolor y sufrimiento, de miles de millones de voces. Una pena, un terrible dolor, se apoderó en ese instante de mi corazón y supe, con total certeza –por lo menos creí saber- que me hallaba en el infierno. Había muerto, y los gritos que escuchaba eran proferidos por las gargantas condenadas a pagar sus males en la tierra, y eran exactamente iguales a los que surgirían de mi garganta cuando el inclemente Azazel viniera a buscarme.
En muchos lugares de ese mundo, envuelto en negras llamas que cubrían toda su superficie de terrorífica oscuridad, se producían, de vez en cuando, pequeñas explosiones de negrura, que iban acompañadas de miles de gritos de terror, tiñendo todo el espectáculo de una infinita tristeza.
Recorrí ese mundo, ese infierno, con la mirada, triste y desamparado como estaba, y lo que vi no contribuyó a levantar mi ánimo.
Arriba, a la izquierda del dantesco cuadro que se perfilaba ante mis ojos, y suspendido en el aire, riendo a carcajada limpia, distinguí un ser; aborrecible y fatal ser, de piel roja y ojos negros como infinitos pozos de locura, con un nervioso rabo, situado justo donde termina la espalda y acabado en una especie de triangulo, que no cesaba de moverse de izquierda a derecha. El ser estaba casi doblado sobre sí mismo, a causa de la demencial risa de que era presa, y el un negro cabello le caía enmarcando su cara en un fantasmal halo de malignidad y terror. Dos diminutos cuernos de color carmesí se destacaban intensamente en su cráneo, contrastando con el cabello negro como la pez.
No tuve ninguna duda, estaba en el infierno y aquel no era otro que el mismísimo diablo.
Con un esfuerzo aparté la mirada del ser y comencé a explorar la que, sin lugar a dudas, iba a ser mi ultima, terrible y dolorosa, morada. El cielo era de un terrible color negro, mas, el horizonte, con la silueta de una, árida y abrupta, cordillera de locura perfilada en negro ante él, era del mismo color de la sangre.
Ante estas terribles montañas se abrían valles, bosques de raquíticos árboles, secos y podridos, ríos que transportaban en su lecho la maldad y la locura e, incluso, aquí y allá, se distinguían pequeñas masas de edificios, como abandonados pueblos o muertas ciudades, que bullían de dolor y desesperación.
No pude evitar fijarme en una de estas ciudades, la más grande de todas, la más oscura y llena de maldad, aquella en la que el dolor era la más intensa de las sensaciones; y no pude evitar fijarme en ella por que, por alguna razón, me era extrañamente familiar.
La observé, fijándome en sus edificios, tratando de hallar esos detalles que producían tan extraño sentimiento de familiaridad en mí persona.
Entonces me dí cuenta, sin lugar a dudas.
En ese instante, en forma de ocho torres que se elevaban al cielo, rematadas con ocho extrañas flores retorcidas, como ocho dedos que se elevaran, temblorosos y anegados de oscuridad, suplicando una clemencia al oscuro cielo que este no habría de concederle jamás, comprendí por que esta ciudad me era tan familiar: ¡Esa la ciudad en la que había nacido y crecido! ¡Esa era la ciudad donde estaba mi casa y donde vivían mis amigos! ¡ No estaba en el infierno, estaba en la tierra, y la ciudad, oscura y rodeada de muerte, que veían mis ojos era Barcelona, mi hogar!
¡Las ocho torres, que se elevaban como agónicos y desesperados dedos, conformaban el único, inconfundible e inacabado templo de la Sagrada Familia!
En ese instante me desmayé: había visto el infierno en la tierra, me había sido dado contemplar el, quizás inamovible, futuro, y la vitalidad me abandonó.
Cuando desperté lo hice en este hospital, tumbado en esta cama esterilizada y emparedado para siempre entre las cuatro paredes de mi cerebro, sin posibilidad, sin ganas de escapar.
Ahora vivo en un universo creado por mí, un verde mundo de belleza inimaginable, rodeado de naturaleza y sin rastro de vida humana; ahora soy realmente feliz.
Todo intento por hacer que Darlen despertara fue vano; yo y mi equipo médico hemos tratado reanimarlo mediante diversos tratamientos y todos ellos han sido inútiles. Pensamos que, quizá, un tratamiento de shock, sea lo único que pueda dar algún tipo de resultado, aunque no sabemos si esos resultados serán positivos o negativos.
La experiencia consistiría en introducirlo en un ascensor y dejarlo un tiempo, para que el mismo extinguiera las llamas que se abren entre su mente y la realidad, mas, como han podido leer, Darlen es feliz en su mundo onírico y no quiere abandonarlo, por lo que mucho nos tenemos que no funcionaría.
Son ustedes, sus familiares, los que tienen la ultima palabra y los que deben decidir si debemos aplicarle este drástico tratamiento o si debemos continuar esperando.
Autor: desconocido
Todos los derechos reservados.
Las puertas se cerraron, automáticas y silenciosas, y, como siempre, su corazón comenzó a latir, desbocado, frenético, temeroso de horrores jamás imaginados.
Lentamente, como cada día, la cabina comenzó su eterno descenso, mientras la frente se le perlaba de sudor y las manos, con las palmas apoyadas contras las metálicas paredes del diminuto cubículo, le temblaban.
Los familiares chasquidos, secos, metálicos y acompasados, rebotaron, despiadados e implacables, contra las paredes de su febril cráneo, mientras el ascensor continuaba con su imparable descenso y su mente vagaba por oscuras y perdidas regiones de tenebrosos horrores enmarcados en un demencial fuego negro.
Cada mañana, antes de entrar en la infernal cabina, se repetía que no tenía nada que temer, que era una simple máquina, pero invariablemente, todos los días, cuando las puertas se cerraban, con su pausada tranquilidad, encerrándolo en una camarilla donde su imagen horrorizada le era devuelta hasta el infinito por dos espejos colocados, en las paredes laterales, uno frente al otro, un inenarrable, vergonzoso e inconfesable terror, se apoderaba de él. El corazón se le aceleraba y los segundos le parecían horas, mientras que los minutos se alargaban imposiblemente hasta convertirse en una desesperante eternidad.
Más cada mañana, sereno y seguro, el ascensor lo depositaba sano y salvo en la planta baja, y las puertas de su imaginario ataúd se abrían mostrando un ansiado mundo de luz y libertad.
Salía apresuradamente y con la respiración entrecortada, jadeando y sudando profusamente, con las facciones desencajas por un terrible miedo cerval y el horror prendido en su mirada; se dirigía al trabajo agradeciendo a su Clemente Señora, a la Diosa del Amor, su bondad al permitirle atravesar, un día más, ese temido umbral que marcaba el fin de su locura.
Pero, cada día, aun sabiendo el demencial frenesí de apocalíptico terror que le aguarda en la cámara, volvía, impulsado por una morboso deseo inexplicable, volvía a presionar el botón que, con un rugido, hacía girar las ruedas de su destino portando hasta él a su más temido enemigo.
Esa mañana no fue diferente a las demás. Se levantó a las ocho como hacia siempre y, como cada día, se lavó y se vistió, mientras preparaba café. A las ocho y media ya había desayunado y estaba dispuesto a enfrentar los terrores que le aguardaban a lo largo del día.
Respiro profundamente, relajándose, varias veces, antes de abrir la puerta y mirar, directamente, el objeto de todos sus terrores; al fin, cuando alcanzó el estado mental necesario, con la rapidez que da la practica diaria, abrió la puerta y lo vio ante él, terrible e imponente, aterrador, como cada día... aunque quizá la puerta hoy fuera un poco más grande y malévola, aunque tal vez esta mañana, la juguetona luz eléctrica, dibujarla sombras más profundas y oscuras sobre la metálica e hiriente superficie....
Comenzó a sudar mientras las manos arrancaban con su rutinario baile. Como siempre le ocurría, su faz palideció, mientras sus facciones se desfiguraban; las fuerzas le fallaron y cada paso dado era una tortura. Aun así, con la mandíbula apretada en señal de determinación, logró atravesar el infinito rellano y llegar hasta la terrible puerta. Notó las axilas empapadas de sudor mientras elevaba un tembloroso dedo que se dirigió al maligno ojo carmesí en el que unos extraños símbolos que rezaban: "llamar" parecían reírse de él. Lo presionó, tratando de aplastarlo, y, un rugido magnificado, un murmullo más aterrador de lo que nunca escuchara, se elevó de las entrañas del oscuro agujero en el que descansaba la máquina.
Las piernas comenzaron a temblarle, pues nunca, en toda su vida, había escuchado un ruido tan aterrador: Era como un terrible pandemónium, de voces entremezcladas, del que surgían imposibles alaridos de dolor mezclados con aberrantes carcajadas de demencial alegría.
La visión se le nublo debido al terror que enbargaba su ser y, por un segundo, pensó que iba a vomitar el café. Al fin, con un supremo esfuerzo, se controló; pero cuando una luz roja se perfiló en el alargado ventanuco de la metálica puerta, al acercarse el demencial elevador, su auto-control se disipó y todo el inenarrable horror que sentía le surgió por la boca en forma de abrasador liquido.
Vomitó, por primera vez desde sus tiempos de juventud cuando el alcohol corriera despiadado por sus venas, en una pequeña maceta que había a su izquierda; las verdes hojas se empaparon del abrasador liquido que quedó goteando de ellas y del raquítico tronco, formando un pequeño charco en la negra tierra.
Escupió un par de veces mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, tratando de apartar el horrible sabor de su boca, pero el amargo, aborreciblemente amargo, sabor del vomito permaneció en su paladar, por lo que encendió un cigarro para paliar en lo posible el horrible sabor y para, en la medida en que pudiera conseguirlo, tranquilizarse un poco.
Cuando volvió a mirar la metálica puerta, con el ascensor esperando, ávido, tras de ella, la luz carmesí que al principio lo impresionara tanto había desaparecido. Pero eso no importaba, por que él sabía, con toda certeza, que la luz, antes, había estado allí, y que podía volver en cualquier momento.
Quizá por eso los dientes le castañeaban levantando ominosos ecos en el desierto rellano, y quizá también por eso le costaba llevarse el cigarro a los labios, debido al exagerado temblor que dominaba sus manos.
Se fumó el cigarro rápidamente, con avidez, dando grandes e intensas caladas y quemandolo, tratando de paliar el amargo sabor de la bilis; al final, con una aborrecible mezcolanza de sabores en su paladar, tiró el cigarro que fue a caer justo el charco de vomitó apagándose con un siseo.
Llevó la mano al frió tirador y respiró profundamente, tratando de apaciguar su febril mente mientras dantescas imágenes teñidas de un intenso color carmesí atormentaban su imaginación.
La puerta se abrió con un chirrido y él entró con paso vacilante, temeroso de los delirios que pudieran aguardarle dentro de la infernal máquina. Nuevamente respiró profundamente, tratando, sin conseguirlo, de controlar los jadeos que lo dominaban. Cuando estuvo, minimamente, más relajado, se giró y miró el panel de botones: A, 6, 5, 4, 3, 2, 1, PB, uno debajo del otro, en vertical, formando una terrible cuenta atrás, una demencial cadena que lo podría conducir a cualquier oscura sima plagada de olvidados horrores. Los miró y se sintió desfallecer, pues, de alguna forma, los botones lo estaban desafiando, se estaban riendo de él, de su miedo y sus espasmos, del temblor de sus manos y el castañeo de sus dientes...
Maldita máquina.
Con un supremo esfuerzo levantó la mano y presionó el ultimo botón, el de PB, que bien podía significar Planta Baja o quizá Planeta de Belial. El botón parpadeó y quedó iluminado con una luz rojiza que se clavaba en su cerebro, mientras que con un chasquido seco, seguido de un rugido, se ponían en marcha los engranajes, impulsados por mil demonios, de la infernal máquina que, lentamente, con la seguridad del que conoce su destino, comenzó a descender a profundas e inimaginadas regiones.
Como hacía siempre, apoyó las manos en la metálica pared, tratando de combatir la desesperante sensación de irrealidad que siempre se apoderaba de él en esos instantes, buscando un frio asidero físico en un oscuro tunel que iba pasando ante sus ojos, plagado de ocultos terrores, hacia abajo, siempre hacía abajo.
Miles de ruidos estallaban sin compasión, introduciéndose en sus oídos, extrañamente sensibles, y alarmando su hiper-excitable, febril y enfermo, cerebro. Ruidos de ominosas cadenas transportadas por espantosos seres invisibles, chasquidos y rugidos, golpes y arañazos y, de fondo, un terrible, rugiente y amenazador, murmullo, que aumentaba de volumen a medida que el ascensor se iba aproximando a regiones más profundas.
Darlen, el tembloroso ser que permanecía acurrucado contra las metálicas paredes del diminuto cubículo, mientras su distorsionada faz se reflejaba hasta la eternidad en dos espejos puestos uno frente al otro, vivia en el ático, por lo que cada día recorría de principio a fin el terrible y oscuro hueco en el que se ocultaban quien sabe que clase de abominables horrores.
Un estridente ding, seguido de un chasquido, se hacía oir por encima del rugido de la máquina y del resto de demenciales sonidos, introduciéndose en su mente e indicándole que estaban un piso más abajo, un poco más cerca del ansiado y temido final del negro túnel. Él los contaba, uno a uno, sabiendo que no escucharía el próximo, con la total certeza de que lo próximo que oirían sus temerosas cavidades auditivas sería el terrible estruendo de una cálaverica señora acompañada de un manto de oscuridad; pero siempre, después de la sexta planta venia la quinta, con su horripilante y maravilloso ding y su chasquido inmediato, y después de esta invariablemente venia la cuarta, anunciada por el mismo terrible sonido y esperada con un indefinible e inexpresable horror, y así, cada día, todos los días, llegaba, tembloroso, acurrucado, soportando un océano de terrores insondables, a la temida planta baja, suponiendo, casi esperando, que esta vez las puertas automáticas no se abrirían, que hoy era el día de la venganza del infernal elevador y que lo pensaba dejar, encerrado y rodeado de oscuridad, solo y tembloroso, hambriento y desesperado, hasta que su piel se tensara sobre sus huesos descarnados y todo rastro de pensamiento hubiera desaparecido de su cerebro, encerrado, emparedado en vida tras cuatro frías paredes que ahogarían, inclementes, sus gritos de terror y angustia.
Pero llegados a este punto las puertas siempre se abrían, y él salia, a trompicones, con la respiración contenida en unos pulmones a punto de estallar y una demencial, imposible y aterradora, mirada prendida de sus ojos.
Ding.
Cha-chak.
El ascensor llegó a la cuarta planta y el terrible murmullo, casi rugido, de los motores pareció aumentar un punto, ruidos de cadenas parecían arrastrarse sobre su cabeza y bajo sus pies, mientras que esporádicos golpes sordos iban resonando en su cerebro y el ascensor continuaba su imparable marcha, con su pasajero acurrucado y tembloroso, sudoroso y atemorizado, entre sus demenciales paredes.
De repente pareció escucharse un terrible y desazonador chirrido y Darlen gritó de espanto mientras se cubría las manos con la cara. El ascensor tembló y se balanceó peligrosamente; por un momento, en el paroxismo de su terror, pensó que iban a caer y se vio a sí mismo en el suelo, quebrado por cien mil kilos de metal y cadenas contra el terrible muelle del fondo, en una posición antinatural, agonizante y abandonado, moribundo y con la única compañía de su inimaginable asesino.
Pero el ascensor se detuvo de golpe y él cayó al suelo, desequilibrado por la inercia, aplastándose la nariz entre sus manos, apretadas contra su cara a causa del terror que lo consumia, y el suelo.
Cuando abrió los ojos, sintiendo la cálida y espesa sangre correr por sus manos, un silencio, como el que podría habitar en un cementerio, total y absoluto, jamás roto por más nímia vibración, se había apoderado del diminuto cubículo, en el que ahora reinaba las más absoluta y desazonadora de las oscuridades.
Por un segundo pensó que estaba muerto, pero entonces un Ding, aterrador y chirriante, rompió el silencio y con él la cordura de Darlen, ya que no estaba muerto, sinó que tenía que haberse vuelto loco, puesto que el ascensor (estaba absolutamente seguro de eso) no se había movido del lugar: no se oia ningún ruido de motores ni se percibia el más leve movimiento.
Ding
Rápidamente, casi sin dejarle tiempo a pensar, un segundo – y mucho más terrorífico que el primero- Ding rompió el imposible silencio. Darlen ahora sin lugar a dudas-
Ding
El tercero llegó más rápido, maligno y chirriante, que sus predecesores, y enseguida fue seguido por un cuarto, infinitamente más terrible, y un quinto, el sumum del terror, y un sexto, paroxismo de locura, y un séptimo, delirio y espasmos sin control, y así, hasta que la velocidad con que se sucedían hizo que parecieran uno solo; un único DING infinito, eterno cómo la muerte misma, emitido por el mismo diablo, que lo transportó desde la más terrible de las locuras hasta el abominable mundo donde incluso las locuras son meras fantasías, el mundo de la oscuridad y el absoluto vacío, el mundo de la nada eterna.
Entonces un atronador siseo rugió en sus oídos, el ascensor se paró de golpe (¡pero sino se había movido!) y Darlen quedo chafado contra el suelo, con los brazos estirados como si estuviera en un atraco y las piernas abiertas.
Quedó estirado, aterrorizado, débil y sin fuerzas, contra el frio y rugoso (¿¡acaso era de piedra el suelo!?) suelo de la diminuta estancia. El eterno ding había desaparecido, el siseo iba perdiendo intensidad y por encima de él se escucho un chasquido y un ruido como el que produciría una enorme pared de piedra, arrastrándose lateralmente por el suelo, franqueando una puerta oculta hasta ese instante.
Darlen se levantó con esfuerzo, dolorido y sin saber que era lo que estaba pasando, pensando que se había vuelto completamente loco (ya que pensar otra cosa sería una locura), y se cubrió la cara con las manos, ahogando los sollozos que pugnaban por transportarle a un estado de histeria absoluta. Al fin, con mucho esfuerzo, logró dominarse, respiró profundamente –cómo tantas otras veces – y abrió los ojos.
Lo que vio en esos instantes fue lo que lo indujo, irreversible mente, a un estado de total, completo aislamiento de todo dialogo con cualquier ser humano; lo transportó a un irreversible estado de autismo total, en un mundo donde el silencio brillaba por sobre todas las otras cosas. Solo mediante la hipnosis regresiva he podido – tras mucho esfuerzo – lograr que el paciente se comunicara conmigo; al final, esta historia –confusa y plagada de terrores (y seguramente también de errores)– es lo que he logrado que me contara. Pero, lo más terrible, lo más aterrador de todo, es lo que aun no he contado, lo que me dispongo a relatar les en las pocas lineas que restan de informe. Esto fue lo que me contó:
Cuando abrí los ojos, la oscuridad reinaba en toda la estancia (que ahora era de piedra) pero delante mio se abría una puerta, tras la que se vislumbraba, a través de unos blanquecinos jirones de humo que emergían de las paredes exteriores del cubículo y sobretodo del fondo de este, un mundo orlado de llamas, plagado de sombras danzarinas. Supe que la noche eterna era la que reinaba en ese mundo y escuché los gritos aterrorizados, cargados de dolor y sufrimiento, de miles de millones de voces. Una pena, un terrible dolor, se apoderó en ese instante de mi corazón y supe, con total certeza –por lo menos creí saber- que me hallaba en el infierno. Había muerto, y los gritos que escuchaba eran proferidos por las gargantas condenadas a pagar sus males en la tierra, y eran exactamente iguales a los que surgirían de mi garganta cuando el inclemente Azazel viniera a buscarme.
En muchos lugares de ese mundo, envuelto en negras llamas que cubrían toda su superficie de terrorífica oscuridad, se producían, de vez en cuando, pequeñas explosiones de negrura, que iban acompañadas de miles de gritos de terror, tiñendo todo el espectáculo de una infinita tristeza.
Recorrí ese mundo, ese infierno, con la mirada, triste y desamparado como estaba, y lo que vi no contribuyó a levantar mi ánimo.
Arriba, a la izquierda del dantesco cuadro que se perfilaba ante mis ojos, y suspendido en el aire, riendo a carcajada limpia, distinguí un ser; aborrecible y fatal ser, de piel roja y ojos negros como infinitos pozos de locura, con un nervioso rabo, situado justo donde termina la espalda y acabado en una especie de triangulo, que no cesaba de moverse de izquierda a derecha. El ser estaba casi doblado sobre sí mismo, a causa de la demencial risa de que era presa, y el un negro cabello le caía enmarcando su cara en un fantasmal halo de malignidad y terror. Dos diminutos cuernos de color carmesí se destacaban intensamente en su cráneo, contrastando con el cabello negro como la pez.
No tuve ninguna duda, estaba en el infierno y aquel no era otro que el mismísimo diablo.
Con un esfuerzo aparté la mirada del ser y comencé a explorar la que, sin lugar a dudas, iba a ser mi ultima, terrible y dolorosa, morada. El cielo era de un terrible color negro, mas, el horizonte, con la silueta de una, árida y abrupta, cordillera de locura perfilada en negro ante él, era del mismo color de la sangre.
Ante estas terribles montañas se abrían valles, bosques de raquíticos árboles, secos y podridos, ríos que transportaban en su lecho la maldad y la locura e, incluso, aquí y allá, se distinguían pequeñas masas de edificios, como abandonados pueblos o muertas ciudades, que bullían de dolor y desesperación.
No pude evitar fijarme en una de estas ciudades, la más grande de todas, la más oscura y llena de maldad, aquella en la que el dolor era la más intensa de las sensaciones; y no pude evitar fijarme en ella por que, por alguna razón, me era extrañamente familiar.
La observé, fijándome en sus edificios, tratando de hallar esos detalles que producían tan extraño sentimiento de familiaridad en mí persona.
Entonces me dí cuenta, sin lugar a dudas.
En ese instante, en forma de ocho torres que se elevaban al cielo, rematadas con ocho extrañas flores retorcidas, como ocho dedos que se elevaran, temblorosos y anegados de oscuridad, suplicando una clemencia al oscuro cielo que este no habría de concederle jamás, comprendí por que esta ciudad me era tan familiar: ¡Esa la ciudad en la que había nacido y crecido! ¡Esa era la ciudad donde estaba mi casa y donde vivían mis amigos! ¡ No estaba en el infierno, estaba en la tierra, y la ciudad, oscura y rodeada de muerte, que veían mis ojos era Barcelona, mi hogar!
¡Las ocho torres, que se elevaban como agónicos y desesperados dedos, conformaban el único, inconfundible e inacabado templo de la Sagrada Familia!
En ese instante me desmayé: había visto el infierno en la tierra, me había sido dado contemplar el, quizás inamovible, futuro, y la vitalidad me abandonó.
Cuando desperté lo hice en este hospital, tumbado en esta cama esterilizada y emparedado para siempre entre las cuatro paredes de mi cerebro, sin posibilidad, sin ganas de escapar.
Ahora vivo en un universo creado por mí, un verde mundo de belleza inimaginable, rodeado de naturaleza y sin rastro de vida humana; ahora soy realmente feliz.
Todo intento por hacer que Darlen despertara fue vano; yo y mi equipo médico hemos tratado reanimarlo mediante diversos tratamientos y todos ellos han sido inútiles. Pensamos que, quizá, un tratamiento de shock, sea lo único que pueda dar algún tipo de resultado, aunque no sabemos si esos resultados serán positivos o negativos.
La experiencia consistiría en introducirlo en un ascensor y dejarlo un tiempo, para que el mismo extinguiera las llamas que se abren entre su mente y la realidad, mas, como han podido leer, Darlen es feliz en su mundo onírico y no quiere abandonarlo, por lo que mucho nos tenemos que no funcionaría.
Son ustedes, sus familiares, los que tienen la ultima palabra y los que deben decidir si debemos aplicarle este drástico tratamiento o si debemos continuar esperando.
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Armando Lopez- Mensajes : 472
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